lunes, 17 de febrero de 2014

Una tela, una historia: Abel

Los lunes comparten algo con septiembre y enero, son buenos momentos para empezar o retomar algo. A las personas nos gusta explicar lo inexplicable y para que nuestras cabezas puedan asimilar el paso del tiempo necesitamos ciclos. Los lunes son el inicio de uno de los ciclos más asequibles que manejamos.
Así que, hoy lunes, aunque no sea un lunes de septiembre ni de enero, vuelvo a empezar a plasmar aquí las historias que las telas me cuentan al oído.









Abel es un soñador. Se considera poeta en todo lo que hace, aunque nunca haya escrito un verso. Pero dice que se puede imprimir poesía al caminar, haciendo el desayuno o incluso reponiendo estante en el almacén en el que trabaja.
Uno de sus pasatiempos favoritos para los días de relax es buscar un trozo de hierba en el que poder tumbarse, solo o en compañía, a mirar las nubes. A dibujarlas. O más bien, a dibujar las formas y paisajes que consigue entrever en las nubes.
Escribir poesía nunca se le ha dado bien, es verdad. Pero puede que tenga razón al considerarse poeta de los pinceles o de los cuadernos de dibujo, porque consigue copiar auténticas maravillas del cielo. 
En su casa sólo hay un par de esos dibujos, pero a lo largo de los años los ha ido repartiendo entre amigos y conocidos y en prácticamente todas las casas de la gente que conoce hay una porción de nubes convertidas en lo que sea decorando una pared.
Es lo único que ha dibujado en su vida, nubes o lo que saque de las nubes. Y esas dos semanas que tenía de vacaciones, pensaba irse a una cabañita en el monte, tumbarse al sol, y rellenar un cuaderno entero de dibujos.
Sin embargo, parece que no todo el mundo estaba de acuerdo con sus planes y que tenía a los cielos en contra. Ya llevaba casi una semana en ese monte y ni una sola nube se había dignado aparecer para inspirarle. Las musas etéreas le habían abandonado y el pánico a la hoja en blanco, o más bien al cielo en azul, empezaba a desesperarle. 
Un cielo azul y liso no le decía nada, no le creaba imágenes que pudiera plasmar. Sus lápices mermaban al mismo ritmo que sus uñas, y por la misma razón.
Comenzó la segunda semana sin una sola nube. La desesperación dejó paso al cabreo cuando le pareció que el cielo se burlaba de él desde las alturas. Soltó toda clase de improperios al aire y después de desahogarse miró hacia arriba desafiante pensando "¡No te necesito! ¡Te vas a enterar!"
Empezó a emborronar con rabia su cuaderno, casi sin ver lo que dibujaba, durante horas. Cuando se calmaron los ánimos cayó rendido en la cama y durmió hasta la mañana siguiente. Al despertarse, lo primero que vio fue el cuaderno tirado a los pies de la cama. Lo recogió con desgana, sin atreverse a mirar tras las cortinas si las nubes seguían sin aparecer. Pero los colores del cuaderno captaron su atención. Eran vivos, hermosos, emanaban energía y calidez. Le gustaron y sonrió.
Se instaló en el porche a seguir dibujando solo lo que salía de su cabeza, sin necesidad de copiar nada que hubiera fuera. Cuando se cansó y decidió dar un paseo, vio con sorpresa que volvía a haber nubes en el cielo. Pero sólo les hizo caso como a un componente más del paisaje. 
Ya no las necesitaba.


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