Rocío estaba que echaba humo. Todo el año soñando con las vacaciones. Imaginándose tumbada, relajada, en una playa paradisíaca viendo pasar chicos guapos en bañador y levantándose sólo para pasear por la orilla o para tomarse algo refrescante en algún chiringuito playero de esos de las películas, con tejados de hojas de palma. Cuando estaba aburrida en la oficina, mirando la lluvia caer al otro lado de la ventana y con ojeras de toda la semana, cerraba los ojos y casi podía sentirse descansada y morena. Se entretenía rebuscando hoteles asequibles cerca del mar.
Ahora ya estaba de vacaciones, en un hotelito cerca de la playa. O eso había reservado. Pero ¡ya! ¡Un huevo! Ya no es que no se viera el mar desde su habitación, es que tenía que caminar veinte minutos hasta llegar a la playa más cercana. Esa maravillosa idea de irse sola de vacaciones a disfrutar de la tranquilidad, dejaba de parecerle tan buena cuando tenía que cargar con sombrilla, hamaca, toalla, bolsa con cremas para el sol y demás esa distancia hasta la arena. Encima a primera hora. Porque morena sí, pero eso de levantarse sin despertador bien entrada la mañana... Si quería poder plantar su campamento en algún sitio decente, más le valía madrugar. Y aun así, los mejores sitios estaban ocupados por abueletes que por lo visto no tenían mejor manera de ocupar los años dorados de su jubilación que levantarse al alba para fastidiar a todo el mundo.
Así que madruga, llega sudorosa y cargada a la playa, elige un buen sitio, planta la sombrilla, extiende la toalla, se tumba y duerme un poco más. Pero poco. En menos de una hora la playa comienza a bullir. Para cuando quiere darse cuenta, está rodeada de familias con niños gritones, que no hacen más que tirarle arena al pasar corriendo a su lado, e incluso algún balonazo de vez en cuando.
Los paseos por la playa y al chiringuito quedan descartados desde que el primer día un amable policía municipal le informó de que no era conveniente dejar sus pertenencias sin vigilancia en la playa porque había muchos robos. Así que sólo se aleja para ir al baño cuando no le queda más remedio. Y con prisas. Y vigilando desde la cola, porque por supuesto hay cola, no sea que algún desalmado se lleve su nivea y su Cosmopolitan. Lo del chiringuito no le da tanta pena. Hay muchos donde elegir. Todos igual de cutres, con su olor a fritanga y su más que presumible tapa de salmonela.
Al quinto día se sorprende a sí misma echando de menos el aire acondicionado y la calma y el silencio de su oficina en verano. "¡El año que viene me voy a Finlandia!" decide mientras se sacude por enésima vez la arena de encima.
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